lunes, 10 de marzo de 2008

El amor y los deseos.



El amor y los deseos.

En días pasados haciendo un poco de limpieza me encontré con un libro llamado "Autoliberación Interior" del discutido y polémico sacerdote jesuita Anthony de Melo, y platicando con una amiga estuve recordando un poco algunas ideas muy interesantes de él que ahora quisiera compartir con ustedes. Pueden sonar demasiado extrañas en primera instancia pero nos pueden llevar, si se leen con atención, a reflexionar muchas cosas. No es una lectura de una sóla vez, sino algo que a veces tenemos que revisar una y otra vez.

Para crecer como persona hay que estar dispuesto a escucharlo todo, más allá de los cartelitos de buenos y malos, con receptividad, que no quiere decir credulidad. Hay que cuestionarlo todo, atentos a descubrir las verdades que puede haber, separándolas de las que no lo son.

Buda dijo alguna vez: "El mundo está lleno de dolor, que genera sufrimiento. La raíz del sufrimiento es el deseo. Si quieres arrancarte esa clase de dolor, tendrás que arrancarte el deseo."
¿El deseo es cosa buena? Es una cuestión de lenguaje, pues la palabra "deseo", en español, abarca deseos buenos, que son estímulos de acción, y deseos estériles, que a nada conducen. A estos deseos, vamos a llamarlos apegos.
La base del sufrimiento es el apego. En cuanto deseas una cosa compulsivamente y pones todas tus ansias de felicidad en ella, te expones a la desilusión de no conseguirla. De no haber deseado tanto que esa persona te acoja, te contemple y te tenga en cuenta; de no desearlo tanto, no te importaría su indiferencia ni su rechazo. Sin esta clase de deseos, nadie te puede intimidar, ni nadie te puede controlar o robar, porque, si no tienes deseos, no tienes miedo a que te quiten algo.

Se dice que donde hay amor no hay deseos. Y por eso no existe algún miedo. Si amas de verdad a esa persona, tendrías que poder decirle sinceramente: "Así, sin los cristales de los deseos, te veo como eres, y no como yo desearía que fueses, y así te quiero ya, sin miedo a que te escapes, a que me faltes, a que no me quieras." Porque en realidad, ¿qué deseas? ¿Amar a esa persona tal cual es, o a una imagen que no existe? Una imagen prefabricada por nuestra necesidad afectiva. En cuanto puedas desprenderte de esos deseos-apegos, podrás amar; a lo otro no se lo debe llamar amor, pues es todo lo contrario de lo que el amor significa.

El enamorarse idealizandolo no es amor, sino desear para ti una imagen que te haces de una persona. Todo es un sueño, porque esa persona no existe. Por eso, en cuanto conoces la realidad de esa persona, su día a día, al no coincidir con lo que tú imaginabas, te desenamoras. La esencia de todo enamoramiento son los deseos. Deseos que generan celos y sufrimiento porque, al no estar asentados en la realidad, viven en la inseguridad, en la desconfianza, en el miedo a que todos los sueños se acaben, se vengan abajo.


El enamoramiento proporciona cierta emoción y exaltación que gusta a las personas con una inseguridad afectiva. Cuando estás enamorado no te atreves a decir toda la verdad por miedo a que el otro se desilusione porque, en el fondo, sabes que el enamoramiento sólo se alimenta de ilusiones e imágenes idealizadas.

El enamoramiento supone una manipulación de la verdad y de la otra persona para que sienta y desee lo mismo que tú y así poder poseerla como un objeto, sin miedo a que te falle.
La gente insegura no desea la felicidad de verdad; porque teme el riesgo de la libertad y, por ello, prefiere la seguridad falsa de los deseos. Con los deseos vienen el miedo, la ansiedad, las tensiones y por consiguiente muchas veces la desilusión y el sufrimiento continuos. Vas de la exaltación al desespero.

¿Cuánto dura el placer de creer que has conseguido lo que deseabas? El primer sorbo de placer es un encanto, pero va prendido irremediablemente al miedo a perderlo, y cuando se apoderan de ti las dudas, llega la tristeza. La misma alegría y exaltación de cuando llega esa persona, es proporcional al miedo y al dolor de cuando se marcha... o cuando lo esperas y no viene... ¿Vale la pena? Donde hay miedo no hay amor, y podemos estar bien seguros de eso.


Cuando despertamos de nuestro sueño y vemos la realidad tal cual es, nuestra inseguridad termina y desaparecen los miedos, porque la realidad es y nada la cambia. Entonces puedes decirle al otro: "Como no tengo miedo a perderte, pues no eres un objeto de propiedad de nadie, entonces puedo amarte así como eres, sin deseos, sin apegos ni condiciones, sin egoísmos ni querer poseerte."

El apego mutuo, el control, las promesas y el deseo, te conducen inexorablemente a los conflictos y al sufrimiento y, de ahí, a corto o largo plazo, a la ruptura. Porque los lazos que se basan en los deseos son muy frágiles. Sólo es eterno lo que se basa en un amor más libre. Los deseos te hacen siempre vulnerable.


Hay dos tipos de deseos o de dependencias: el deseo de cuyo cumplimiento depende mi felicidad y el deseo de cuyo cumplimiento no depende mi felicidad. El primero es una esclavitud, una cárcel, pues hago depender de su cumplimiento, o no, mi felicidad o mi sufrimiento. El segundo deja abierta otra alternativa: si se cumple me alegro y, si no, busco otras compensaciones. Este deseo te deja más o menos satisfecho, pero no te lo juegas todo a una carta. Pero existe una tercera opción, hay otra manera de vivir los deseos: como estímulos para la sorpresa, como un juego en el que lo que más importa no es ganar o perder, sino jugar.

Hay un proverbio oriental que dice: "Cuando el arquero dispara libremente, tiene con él toda su habilidad." Cuando dispara esperando ganar una hebilla de bronce, ya está algo nervioso. Cuando dispara para ganar una medalla de oro, se vuelve loco pensando en el premio y pierde la mitad de su habilidad, pues ya no ve un blanco, sino dos. Su habilidad no ha cambiado pero el premio lo divide, pues el deseo de ganar le quita la alegría y el disfrute de disparar. Quedan apegadas allí, en su habilidad, las energías que necesitaría libres para disparar. El deseo del triunfo y el resultado para conseguir el premio se han convertido en enemigos que le roban la visión, la armonía y el goce.

El deseo marca siempre una dependencia. Todos dependemos, en cierto sentido, de alguien. Pero depender de otra persona para nuestra propia felicidad es, además de nefasto para nosotros, un peligro, pues estamos afirmando algo contrario a la vida y a la realidad. Por tanto, el tener una dependencia de otra persona para estar alegre o triste es ir contra la corriente de la realidad, pues la felicidad y la alegría no pueden venirme de fuera, ya que están dentro de mí. Sólo yo puedo definir las potencias de amor y felicidad que están dentro de mí y sólo lo que yo consiga expresar, desde esa realidad mía, me puede hacer feliz, pues lo que me venga desde afuera podrá estimularme más o menos, pero es incapaz de darme felicidad verdadera.

Dentro de mí suena una melodía cuando llegas, y es mi melodía la que me hace feliz; y cuando te vas me quedo lleno con tu música, y no se agotan las melodías, pues con cada persona suena otra melodía distinta que también me hace feliz y enriquece mi armonía. Puedo tener una melodía o más, que me agraden en particular, pero no me aferro a ellas, sino que me agradan cuando están conmigo.

Cuando una persona se va se puede extrañar, pero la verdad es que no debería ser así porque quedamos llenos de ella. El decirle que la has echado de menos sería reconocer que al marcharse se quedó fuera. Pobres de nosotros, si cada vez que una persona que nos importa se va.

Si se quiere en verdad amar se debe aprender a ver a las personas y las cosas tal como son. Empezando por nosotros mismos. Nadie puede estar a la altura de un espejismo o ilusión creado por alguien, aún así sea en la mejor de las intenciones.

Marga